Son apenas las 6 de la mañana, pero la oscuridad silenciosa de la mañana pronto se ve interrumpida por el sonido de tres pares de piececitos que caminan sobre el piso de madera, emocionados por el día de la competencia. Es una mañana como ninguna otra, y la mamá, Gissela, es el centro de todo. Haciendo malabarismos con sus responsabilidades como única proveedora de su familia, se encuentra preparando a sus tres hijas, cada una con discapacidad intelectual, para un día para el que han estado entrenando: una competencia de patinaje.
La casa vibra con una mezcla de emoción y caos, pero Gissela permanece enfocada en su propósito. No es solo una madre; es entrenadora, cuidadora y motivadora, el paquete completo. Entre preparar almuerzos, preparar el equipo para la competencia y asegurarse de que todas estén vestidas y listas, piensa también en su trabajo, sabiendo que el equilibrio entre la carrera y la maternidad es un ejercicio de balance diario. Sus tres niñas-- Francesca, Isabella y Anabella-- aportan cada una su propia mezcla de energía. Francesca, la mayor, es introvertida y su tranquila determinación guía cada uno de sus movimientos. Isabella es una mariposa social, siempre charlando, siempre riendo, mientras que Anabella oscila entre la timidez y los estallidos de confianza.
A pesar de sus personalidades tan diferentes, hoy las une una cosa: su amor por el patinaje. Se ha convertido en algo más que un deporte para ellas: es una forma de sentirse empoderadas, de expresarse en un mundo que no siempre las entiende.
Una vez que llegan a la competencia, las manos de Gissela están ocupadas, literal y figurativamente. Lleva el equipo de patinaje de las niñas, asegurándose de que cada una tenga lo que necesita. Revisa sus cordones, endereza sus cascos y les ofrece palabras de aliento. Se queda de pie al borde de la pista, con el corazón acelerado tan rápido como el de ellas. Gissela observa cómo entran a la pista; cada niña enfrentando sus propios miedos, cada una patinando hacia la victoria.
Los gritos de aliento de Gissela resuenan en la pista mientras sus niñas actúan, su corazón se llena de orgullo. Este momento es la culminación de semanas de madrugadas, noches largas y una búsqueda incansable del equilibrio entre su trabajo y la pasión de sus hijas.
Al final del día, el sonido de las medallas llena el aire. Francesca, Isabella y Anabella están de pie orgullosas con el oro alrededor de sus cuellos. La alegría en sus rostros refleja el propio triunfo de Gissela, porque para ella, ganar no se trata solo de medallas. Se trata de darles a sus niñas la oportunidad de brillar, sentirse fuertes y saber que son amadas y apoyadas en cada paso del camino.
Llegar a este momento fue agotador. Hubo que dejar a las niñas en la escuela, practicar patinaje, cumplir con los plazos de trabajo y la tarea constante de mantener todo en movimiento. Pero Gissela ha dominado este arte. Gissela ha encontrado un trabajo que se adapta a las necesidades de sus hijas y realiza una investigación sobre discapacidad intelectual para entender mejor cómo apoyar su desarrollo. Ha aprendido a navegar por las complejidades de sus personalidades: los momentos en que son tímidas y retraídas, y los momentos en que son audaces e intrépidas. A pesar de todo, Gissela se mantiene fiel a ellas, remodelando su vida para que se adapte a la de ellas sin pensarlo dos veces.
Mientras conducen a casa, las medallas de oro cuelgan de sus cuellos y las niñas charlan animadamente sobre su día. Para Gissela, el viaje es tranquilo. Sonríe, agotada pero contenta. El camino por delante es largo, lleno de más madrugadas, más competencias y más desafíos. Pero si hay algo que sabe, es que con amor, paciencia y un compromiso inquebrantable con sus hijas, no hay nada que no puedan conquistar juntas.
Aprendiendo en un entorno inclusivo
Asistir a una Escuela Unificada Campeona ha jugado un papel enorme en el crecimiento de las hijas de Gissela, tanto dentro como fuera de la pista. Una Escuela Unificada de Olimpiadas Especiales ofrece Deportes Unificados, oportunidades de liderazgo juvenil inclusivo y la participación e involucramiento de toda la escuela.
En las aulas, Francesca, Isabella y Anabella trabajan junto a niños con diversas habilidades, pero entre sus compañeros, no notan esas diferencias: todos trabajan juntos. Cuando Francesca, Isabella y Anabella comenzaron la escuela, eran tranquilas y reservadas, reticentes a interactuar con sus compañeros. Pero estar en un entorno donde los estudiantes con y sin discapacidad aprenden y juegan juntos las ha transformado. Con el tiempo, se han vuelto más juguetonas, seguras y abiertas a conectarse con los demás. Ahora corren, ríen y comparten de maneras que Gissela no había visto antes, formando amistades y aprendiendo nuevas formas de comunicarse.
El recreo también se ha convertido en un momento en el que las diferencias se desvanecen. Mientras las niñas juegan y comparten con los demás, queda claro que lo que realmente brilla son sus habilidades y sus vínculos con los compañeros de clase. El ambiente inclusivo fomenta la empatía, la solidaridad y el apoyo, valores que se sienten en toda la escuela.
Este ambiente enriquecedor ha permitido que las hijas de Gissela muestren sus fortalezas únicas, tanto dentro como fuera del aula. Cada una tiene una chispa—ya sea la determinación silente de Francesca, la energía sin límites de Isabella, o la creatividad audaz de Anabella. Ir a una escuela que valora y fomenta esas diferencias les ha permitido sentirse cómodas y con suficiente confianza para brillar. Gissela ha visto de primera mano como los talentos de sus hijas han florecido, no solo en patinaje, sino en cada aspecto de sus vidas. Las niñas han aprendido que son más capaces, y han comenzado a creer en esa fuerza que siempre han tenido dentro de sí. Es un hermoso recordatorio de que, con amor, empatía y las oportunidades correctas, todo niño puede alcanzar su verdadero potencial.